La Grabadora

Aún recuerdo la última vez que los focos me cegaron. Fue un jueves. Los jueves eran mi día favorito de la semana, porque eran lo días de micro abierto en el bar John’s del pueblo.

La primera vez que entré fue por un after office de los compañeros del despacho de abogados donde trabajaba y al principio no entendía muy bien lo que ocurría. Trataba de culminar otra semana aburrida en la que iba de la casa a la oficina, sin ningún sentido o motivación, y me dejé arrastrar para no quedar como el rancio del grupo.

La oscuridad primero me dejó desconcertado, pero cuando mis ojos se acostumbraron a la falta de luz pude apreciar la barra clásica de madera, el hombre corpulento detrás con una camiseta demasiado ajustada de The Doors, y las paredes repletas de fotos firmadas de hombres y mujeres detrás de un micrófono. El olor era a cerveza fermentada y un poco de sudor. El humo de los cigarrillos se entrelazaba con las luces que enfocaban el centro del escenario. Y allí estaba un hombre bajito con pinta de funcionario público, que contaba uno tras otro chistes de “mi hermana es tan fea, pero tan fea que…”.

Pero lo que no olvidaré jamás fueron las risas. Una señora corpulenta de la mesa de la esquina rompía en carcajadas estruendosas que hacían girar de asombro a la chica pelirroja que se encontraba a dos mesas de distancia. Otro hombre cerca del escenario cada vez que reía golpeaba la mesa tres veces, como para llamar la atención. Mientras que una pareja se reía por lo bajo abrazada de pie mientras compartían una cerveza. Cada una de las risas que se escuchaban eran nuevas para mi, maravillosas.

Por eso volvía todos los jueves al bar de John’s. Me encantaba escuchar cada una de las risas, encontrar las más raras, guardarlas para mi mismo. Algunas he llegado a grabarlas y las escucho en casa una y otra vez. ¿Mis favoritas? Las que tienen un pequeño seseo como de perro pulgoso. De esas tengo un arsenal guardado en una carpeta especial de mi ordenador.

¿Sabíais que existen risas que suenan igual a animales? Uno muy típico es la risa atragantada típica de un cerdo, pero estoy seguro que alguna vez habéis escuchado a gente riendo como un burro o hasta como un pavo. Esas son un verdadero tesoro.

Me cuesta confesarlo, pero me volví un poco loco al principio. Comencé a pasearme vestido con una sudadera de capucha negra y armado con mi grabadora por otros lugares de reunión. Me pasaba horas en frente a parques infantiles, hasta que alguna madre comenzaba a mirarme con mala cara. O me sentaba en la esquina de los cafés de moda para grabar a grupos de amigas en plena sesión de chisme semanal. Los sport bars a veces funcionaban, si tenía la suerte de que ganara el equipo local. Pero nunca era suficiente, no paraba de pensar en todas las risas que podía conseguir si me aplicaba más a fondo. Todas para mi.

Los domingos intentaba ir a velatorios. Como la gente trata de no alzar la voz tenía que ir de grupo en grupo haciéndome pasar por familiar del recién difunto. Ahí aprendí que las risas de situaciones en las que no está bien visto reír, pueden ser interesantes. La risilla de un chiste con mala baba se trata de disimular contrayendo el rostro y la garganta hasta que los ojos comienzan a delatarnos. Y os sorprenderíais con la cantidad de grabaciones que sacaba en un solo velatorio. 

¡Pero no os creáis que todas las risas son válidas! Detesto los “jijiji” de sonrisas hipócritas o sin fondo. ¿Nunca habéis visto a una pareja en lo que sin duda es su primera cita? Cuando no va bien la velada de vez en cuando alguno de los presentes suelta esas risas bajas que se ven a kilómetros de distancia que no son verdaderas. Esas suelo borrarlas en el acto. No vale la pena gastar cinta en ellas, os lo digo.

El primer año llegué a recolectar más de tres mil quinientas grabaciones entre carcajadas, risotadas, chasquidos o risas nerviosas. Las tenía guardadas en el ordenador, por carpetas según estados de ánimo, género y lugar. Me gustaba escucharlas una y otra vez, dependiendo del humor que tenía cada día: Si el día es bueno, me gustaba acompañarlo con risas de personas mayores. Qué os puedo decir, me pueden los abueletes. 

Un día pensé que la forma de conseguir más y mejores grabaciones era subiéndome al escenario y probar suerte como monologuista en el mismo bar de Jhon’s donde todo comenzó. Se me ocurrió que la calidad de las risas podían ser mucho mejores si era yo quien las propiciaba. Y la verdad es que no me fue nada mal. Tanto que me hicieron una oferta para actuar semanalmente en el bar. ¡Quién se lo iba a imaginar! Si mi madre viera el cartel de la entrada con el título “Noche de risas y copas con George Buendía”, no se lo creería. 

Estudiaba toda la semana para encontrar los mejores chistes y situaciones que me profirieran más risotadas. Si en una noche recibía más sonrisas que carcajadas, sabía que tenía que subir el nivel de hilaridad.  Estaba totalmente enfocado, hasta dejé mi trabajo de día porque nunca me consideré un hombre gracioso, así que tenía que ponerle más empeño que los demás.

Esa última semana no fue distinto. Me subí al escenario ansioso. Con esa sensación en el estómago que no sabes si son nervios o ganas de mear, pero esperanzado de captar alguna buena risa con la grabadora que había escondida en el bordillo del escenario.

No tardé en verla entre el público, con esa cara tan circunspecta. La chica desconocida me miraba fijamente con sus ojos azules casi tapados por su flequillo. Solté mi mejor arsenal, el cual generó olas de carcajadas entre los asiduos al bar, pero con ella nada. Ni una sonrisa cortés. Su seriedad me desconcertaba.

Estaba seguro de que si lograba que se riera, iba a hacerme con una risa especial. No quería perder la oportunidad de cazar un unicornio especialmente teniendo la grabadora ubicada justo delante de ella. Aún así, no lograba nada. No me lo podía creer. 

Acabé mi monólogo y salí del escenario. El público me aplaudía de pie pero yo sudaba frío tras bambalinas mientras la mirada a escondidas. Entré en el escenario 3 veces más. Lo admito, me cuesta irme porque pienso que siempre puedo conseguir aunque sea una última risa más. Y aún así, aunque desplegué mis últimos chistes estelares, la chica seguía exactamente igual, sorbía su copa con la cara más seria que había visto jamás. Era definitivo, había fracasado.

Salí nervioso del escenario y fui a mi camerino. Me cambié con manos temblorosas y me puse la sudadera de capucha negra. Decidí que tenía que hablar con la chica, no podía quedarme sin saber por qué no pude sacarle ni siquiera una risilla débil. El plan era sencillo. El camerino quedaba al lado de la puerta de salida, así que sólo tenia que esperar en la oscuridad a que la chica se fuera a casa y seguirla. 

No tardó mucho en despedirse del grupo que la acompañaba. La verdad es que no entiendo por qué mis chistes no resultaron con ella, si las amigas fueron las que más me vitorearon hacía sólo unos minutos. En el momento en que salió por la puerta del local, fui tras ella.

–Disculpe señorita –la llamé con cierto nerviosismo y admito que demasiado ansioso, mientras la alcanzaba para tocarle el hombro y llamar su atención.

–¿Sí? –se giró y me miró con esa cara seria que me desconcertaba–. ¿Quién eres? ¿El humorista? –me preguntó extrañada–. ¿Me has seguido? ¿Qué demonios quieres? ¿Eres un acosador? ¿Qué vas a hacerme? –se fue poniendo cada vez más nerviosa.

No tuve tiempo de responder. Sacó rápidamente un bote de gas pimienta de su bolso y me roció la cara sin contemplación. Mientras gritaba como un loco y la delicada chica que medía apenas metro y medio de estatura me pateaba en el suelo, no podía dejar de preguntarme qué había hecho mal, por qué me atacaba de esa manera. Estaba tan desconcertado y me picaban tanto los ojos y los oídos que me daba golpes contra el asfalto. Comencé a toser como un poseso, mientras sentía como la garganta se me cerraba, dejaba de tragar aire y un pitido ensordecedor se metía en mi cabeza. Luego todo se fue a negro.

Cuando me desperté seguía tirado en el suelo de la calle en la esquina del bar. Lo primero que vi fue la cara del agente Martínez pero cuando me habló no escuché nada. Pude leer sus labios que me preguntaban cómo me sentía, pero sólo escuchaba el pitido en mi cabeza. 

Abrí la boca para hablar pero tampoco escuché qué salió de ella. Creo que logré decir que no escuchaba lo que me decían, pero no estoy seguro porque igualmente el agente se afanó en ponerme las incómodas esposas. 

Me levanté con dificultad mientras seguía tosiendo y recordé de imprevisto la grabadora que había dejado escondida en el escenario. ¡Dios, os aseguro que mataré a quién la haya cogido! ¿La habéis visto? Decidme que la habéis visto.


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